El 23 de octubre de 2019, una comunicación trascendental se envió desde la dirección de Carabineros de Chile al Ministerio del Interior, en manos de Andrés Chadwick. En dicha misiva, el exgeneral Mario Rozas solicitó con urgencia un suministro masivo de equipos de control de multitudes, argumentando que la situación de emergencia social que vivía el país exigía una respuesta militarizada por parte de las fuerzas de orden. Rozas detalló que existía una «demanda exponencial» de pertrechos, destacando la falta de stock en elementos disuasivos químicos como cartuchos, granadas y aerosoles. La rapidez de la solicitud dejaba entrever la necesidad de una reacción inmediata ante las masivas manifestaciones que estaban ocurriendo en el país.
Sin dilación, el 25 de octubre de 2019, Carabineros firmó un contrato con la empresa TEC HARSEIM SPA para adquirir una extensa cantidad de material disuasivo. En este contrato, que ascendió a un total de 804.422 dólares, se solicitó un impresionante lote de 50.444 cartuchos CS, 1.455 granadas, y 3.750 granadas de humo, entre otros elementos. Aunque la entrega de estos materiales estaba planeada para ser realizada a través de la Fuerza Aérea de Chile, la decisión de llevar a cabo una simple inspección visual en lugar de pruebas de funcionamiento generó controversia y dudas sobre la efectividad y seguridad de los productos adquiridos.
El mismo patrón se repitió el 20 de noviembre, cuando Carabineros firmó otro contrato por 170.243 dólares, nuevamente con la misma empresa, esta vez para obtener más granadas de gas lacrimógeno y proyectiles. A pesar del contexto crítico que exigía una validación más rigurosa de los materiales de uso policial, Carabineros optó nuevamente por realizar solo una revisión visual antes de la aceptación de estos productos. Esta actitud encendió alarmas sobre la seguridad de los elementos adquiridos, especialmente en un periodo donde la salud de los manifestantes y de los propios funcionarios policiales debería ser prioritaria.
El 29 de noviembre, la situación continuó deteriorándose cuando se firmó un tercer contrato por un total de 3.418.200 dólares, que incluía un impresionante stock de proyectiles y granadas lacrimógenas. A pesar de la alarmante cantidad y costo de estos materiales, el procedimiento de control de calidad se mantuvo en la línea de las inspecciones visuales, lo que dejó claro que las instituciones estaban lidiando con un enfoque que más que garantizar la seguridad, parecía pasar por alto las potenciales consecuencias de su uso indiscriminado. La preocupación crecía en la ciudadanía, que ya vivía semanas de tensión y violencia.
Finalmente, la crítica al proceso de adquisición de estos materiales llegó a su punto cúlmine al conocer que el gobierno de Sebastián Piñera había desembolsado más de 4 millones de dólares en herramientas represivas en apenas dos meses, a pesar de las numerosas denuncias por violaciones a los derechos humanos en medio de las protestas. Las voces de expertos y abogados coincidieron en señalar que esto no solo reflejaba un desdén por la seguridad pública, sino que además, implicaba un presunto uso sistemático de violencia por parte del Estado. Estos contratos, que se llevaron a cabo sin las debidas pruebas de calidad y seguridad, fueron objeto de investigación, sugiriendo que la regulación del uso de la fuerza debe ser reconsiderada para proteger tanto a los ciudadanos como a los propios efectivos policiales.